Julián Jato sufrió una nueva grave lesión en los Panamericanos, quinto obstáculo importante en sus 19 años. Pero, lejos de caerse, cuenta cómo esos golpes lo fortalecen y, mientras se recupera y programa su 2020, ayuda a mejorar un comedor en Florencio Varela.
Es un día más en la casa que la familia Jato tiene en Florida Oeste, Vicente López. Julián, un “demonio de siete años que se la pasaba saltando por todos lados” como él mismo admite, realiza una de sus rutinas caseras habituales: corre a toda velocidad de la cocina hasta el comedor y hace un rondo flic flac entre sillas y obstáculos a los costados. Una locura para cualquier (adulto) nene de su edad, pero no para él. Esa tarde, sin embargo, por un mal cálculo y una peor caída, un intento terminó con una fractura de radio en un brazo. Aquella, a los siete, fue la primera de una serie de lesiones y problemas físicos importantes que este talento de la gimnasia argentina ha tenido que atravesar en sus 19 de vida, el último de las cuales sucedió hace poco menos de cinco meses en el debut de los Panamericanos de Lima y lo tiene todavía en plena recuperación mientras diagrama su 2020. Piedras en el camino que lo golpearon y, a la vez, lo fortalecieron, que lo hicieron madurar a los golpes hasta convertirlo hoy en un deportista que supera la media, que incluso está comprometido con un programa social que ayuda a gente carenciada…
El camino, para Jato, no ha sido fácil. Ni siquiera cuando parecía que los nubarrones pasaban. “Recuerdo que a los tres meses de aquella lesión volví a entrenarme en el Cenard y como la fractura no estaba bien soldada para el alto rendimiento, volví a resentirme y otra vez tuve que empezar de cero”, rememora. La lista no termina ahí. “A los 15 se me cortó un ligamento de la planta del pie (NdeR: lesión de Lisfranc) y si bien algunos especialistas creían que sin operación no era fácil que el arco del pie quedara bien, tuve la suerte que a los ocho meses regresé a la pista sin problemas”, continúa su relato. A los 17, cuando su fama crecía a nivel sudamericano, volvieron los problemas físicos pero esta vez no en forma de lesión. Federico Molinari, su entrenador y referente dentro de su deporte, notó que físicamente Julián no crecía lo esperado y lo mandó a hacerse estudios que descubrieron que Julián era celíaco. Otra nueva lucha que el chico enfrentó y superó. Cambió su dieta y volvió a ser la gran promesa de su disciplina. A tal punto que, ya como mayor, logró una esperanzadora medalla de bronce en los Juegos Odesur 2018.
Pero, claro, otra piedra apareció en el camino. Justo en su ansiado debut en Lima. “Fue en mi primer aparato (el potro). Yo había estado ensayando un nuevo salto, de mayor dificultad, y cuando lo intenté ya en el aire me di cuenta que iba mal… Me faltó un giro, caí con el pie derecho doblado y me fracturé los dos maléolos tibiales del tobillo”, cuenta quien necesitó de una cirugía compleja que incluyó tornillos y dos placas. “Más allá del dolor, fue un sentimiento horrible. Nunca me había pasado una lesión así, tan importante, en competencia, en un estadio con tanta gente y con televisación. Era encima un torneo muy esperado por mí, me había preparado muchísimo y estaba con gran ilusión. Fue duro, sobre todo en lo mental. Los primeros días la pasé mal, mucha bronca y angustia, se te cruza largar todo… Pero luego del primer mes a uno se le pasa, se focaliza en que son cosas del deporte que pueden pasar, empezás a pensar en que el deporte te da revancha, que se vendrán otros torneos… También me sirvió trabajar mucho con mi psicólogo, estar con mis entrenadores y familia para poder mantenerme enfocado y no querer largar todo”, explica con la crudeza y realismo de un veterano.
Molinari admite la admiración que le despierta la mentalidad que muestra su pupilo, esas ganas de seguir buscando más pese a tantos contratiempos. “Sí, es difícil, hay momentos que decís ‘ya está, no quiero más’, porque realmente las lesiones son lo peor del deporte, pero a la vez siento que tengo claro cuál es mi pasión y mis objetivos, adonde quiero llegar… Siempre tuve ganas de volver y superar las piedras que el destino me puso en el camino. Creo que he sido una persona fuerte, con mentalidad, de aguantar y siento que las lesiones terminaron de forjar mi carácter. Tuve, además, mucho apoyo de mi entorno, la familia y los entrenadores”, explica Jato. Esa fortaleza interior que también le ha permitido bancarse la mochila de ser llamado el gimnasta argentino del futuro. “En realidad nunca lo tomé como una presión sino como una motivación, como algo positivo, como que la gente me tiene confianza y espera mucho de mí. Tampoco sentí la obligación de ganar porque están todos esperando eso… Yo no hago gimnasia para demostrarle nada a nadie sino porque toda la vida me ha gustado”, analiza Julián con madurez.
Tras la lesión, a fines de julio, el chico estuvo dos meses sin pisar y recién hace poco empezó a trotar y hacer algo de impacto. Falta para su regreso, aunque él no tiene apuro. Apunta a volver recién en febrero, en las copas del mundo que se disputarán en Europa. “Por suerte no me exigen competir en los seis aparatos, entonces sólo lo haré en aquellos que no impliquen un riesgo para el pie. Iré buscando ritmo de competencia para luego sí, en mayo, estar listo para el Panamericano, que entregará las dos últimas dos plazas para los Juegos Olímpicos 2020”, informa. A los 19, Julián no se presiona por el boleto a Tokio. “Me lo tomo relajado, no me obligo a lograrlo, porque claramente no voy a llevar en mi mejor nivel. Lo intentaré. Pero si no se da, será en el próximo ciclo olímpico. Por edad llegaré mejor al 2024”, cree.
Jato hace honor al refrán “no hay mal que por bien no venga”. Porque, mientras se recupera de la lesión, se metió de lleno en la ayuda social, ese bichito que le picó por intermedio de Molinari y desde este 2019 potencia a través del programa solidario Huella Weber que hace diez años desarrolla la empresa Weber Saint Gobain junto a varios embajadores olímpicos. “Es verdad que habitualmente sucede que a esta edad los deportistas estamos más enfocados en nuestras carreras, en lo deportivo, y a mí me pasó, me sentí un poco raro al principio. Pero la presencia de Fede en la Huella hizo que fuera más fácil integrarme. Siento que ayudar me complementa como persona. Seas joven o más grande, es una experiencia única, emocionante. Y cuando te acostumbrás es un placer y querés ir siempre por más”, admite.
En su año inicial con el programa, Julián decidió apadrinar el comedor Fortalecimiento Familiar en el barrio La Carolina II, en Florencio Varela, que lleva adelante Andrea Escobar. Al ver que a varios vecinos les costaba llegar a fin de mes y muchos chicos no podían comer, ella les pidió un terreno a sus padres y abrió este lugar que hoy le da de comer a 130 personas entre chicos, adolescentes, adultos y hasta abuelos. “Ahora estamos haciendo la carpeta del piso para evitar inundaciones y tratar de ampliarlo porque la idea es que, además de comedor, allí también enseñen oficios. Voy a aprovechar este fin de año para estar más presente y poder empujar a que vaya avanzando”, comenta. Julián visitó el lugar hace unos meses junto a Molinari, su gran apoyo. “Fue emocionante, duro y gratificante a la vez. Yo no vengo de una familia de clase alta ni baja, por suerte tuve todo lo que necesité, por eso cuando vas a un lugar así y ves que hay tanta necesidad, con chicos que no tienen para comer o vestirse, se te mezcla todo. Es chocante y triste por un lado. Pero a la vez te ponés contento porque al menos podés dar una mano. Por suerte, con la Huella armamos un grupo muy lindo, comprometido, todos empujamos por el proyecto de cada uno. La idea es dejar una huella en la sociedad, sobre todo para aquellos que menos tienen”, admite. Jato sabe lo que es sufrir y superar situaciones. No de hambre, sí de otro tipo. Es un inicio. Es un ejemplo de que se puede. Como son los que la luchan día a día.